martes, 21 de septiembre de 2010

La justicia - Historia ficticia de un cuadro

La Justicia-Débora Arango

Me siento avergonzado ¿Hasta dónde he caído? ¿Qué hago aquí? Me duele el alma… y la cabeza ¿en qué momento decidí vincularme a este sucio juego?

No puedo sostenerme. Cierro mis ojos y evito el espectáculo. Al fin de cuentas falta poco para la muerte.

Por unos momentos el hombre permaneció estático. Cuando cerró sus ojos y se sostuvo de la puerta, su mente lo llevó de la mano hasta los inicios de su vida. Y ahí estaba en su niñez. Su abuelo, Eufrasio Caro, lisiado de su pierna derecha, después de haber pertenecido a la fracción Nacional liderada por el viejo Sanclemente en la guerra de los mil días, lo miraba rezar desde la mecedora mientras su abuela, Matilde Gómez de Caro, estaba arrodillada al lado del pequeño, cabizbaja, frente a la imagen del Jesús Caído, único buen recuerdo de la guerra, regalado por el Padre Pérez a la señora Matilde en contraprestación de los servicios brindados a la patria por su esposo y los sacrificios que vivió en Panamá en defensa de la nación y sus gobernantes “legítimamente constituidos”.

“¡Maldito Uribe Uribe, estarás en el infierno quemándote, rojo desgraciado!”, recordó Libardito Caro Gómez que respondió su abuelo cuando le preguntó por el hombre para poder realizar una tarea escolar. “¡Malditos liberales, maldito Pumarejo y su revolución, enseñándole a los niños la vida de estos vende patrias! Ellos también terminaran en el infierno mijo, y entre más rápido se vayan para allá mejor”. Esas palabras dejaron marcado su camino en la vida. Eso, y la muerte de sus padres, cuando era un pequeño, en los primero años de la década del treinta, durante el génesis de la violencia bipartidista, cuando cayeron víctimas de una masacre.

Por eso, cuando se conformó el grupo de pájaros, es decir, los grupos armados de los conservadores, en la década del sesenta, Libardito, ya un hombre maduro, no dudó un segundo en vincularse a la causa y acabar con la chusma. Vio matar al primer liberal una noche de agosto, cuando encerraron en una casa a un humilde campesino que no apoyaba al alcalde local. Pensó de más… y lo dijo en público. Eso siempre ha constituido un delito en Colombia.

Esa primera noche de muerte, Libardito no pudo dormir. En su mente quedó el recuerdo del hombre, suplicante, mientras sus amigos, los pájaros, disfrutaban de su dolor. El reflejo de los hombres atacando al campesino con sus machetes se veía en el muro como un grupo de gallinazos agarrando despiadadamente carne de un animal descompuesto.

Pero, con el tiempo se fue acostumbrando a la muerte. Incluso, la primera vez que mató no fue tan traumática. Fue rápida, con un arma arrebató la vida de uno de los hijos del hombre que ordenó la masacre en la que murieron sus padres. Libardito alimentó la venganza con cada padrenuestro pidiendo la muerte de los asesinos de sus padres, como forma de hacer justicia.

Sin embargo, todo cambió en el pueblo aquella noche en que llegó Leonela Castro, una prostituta venida a menos en la ciudad, que iba a aprovechar la bonanza cafetera de aquellos días para vender su cuerpo a los desesperados campesinos que se sentían complacidos de que una muchacha de ciudad accediera a sus peticiones, así fuera por dinero… así fuera por mucho dinero. Al fin y al cabo había plata.

Leonela más que el mismísimo Frente Nacional, fue capaz de unir a liberales y conservadores en el pueblo. Tanto unos como otros se reunían a comentar su belleza, describir las hazañas conseguidas con ella en noches de amores fingidos, y más de un novato se acercaba a probar suerte con esta apetecida mujer que prefería viejos con dinero que “gusticos mal pagados”. Al fin de cuentas, como decía ella al dueño del bar donde encontró su mina “en este pueblo de mierda no me voy a quedar”.

Libardito, homosexual escondido como siempre había sido, ni se preocupó por ver a la mujer que representaba la euforia del pueblo. Todos hablaban de ella y Libardito, ni se daba por enterado. Prefería difuminarse en pensamientos que él consideraba “poco importantes”, como ¿qué pensarían los demás de su condición sexual? O ¿por qué no podía integrarse a una conversación de ese estilo?

Sus compañeros de asechanzas, sospechosos del silencio del joven cuando se referían a esos temas, ponían al descubierto su debilidad entre chanzas; cuestiones que, a la larga, quedaban amilanadas frente a la reacción del joven Libardito, a quien nadie le desconocía la habilidad de matar. Quebraba lo que tenía cerca o sacaba su arma para apuntar al que pusiera en duda su sexualidad o a quien lo sacara de quicio.

En la conversación sobre Leonela la situación no cambió. La historia fue la misma, sólo que esta vez, uno de sus compañeros fue víctima de un impacto de bala en su muslo derecho, muy cerca a su ingle, cuando Libardito gritó “¡vamos a ver quién es más hombre después de esto hijueputa!”. Libardito, no le dio donde quería por lástima y miedo; pero, dejó un mensaje claro a los demás.

La situación fue tan compleja que las voces de sus compañeros llegaron hasta el cacique de la zona, que vivía en la capital y fungía de representante del pueblo, mientras alimentaba su panza con las mejores carnes. Cuando llegó a la pequeña población lo recibieron así:

-¡Patrón, el Libardito casi le vuela las güevas a Casimiro anoche! Si viera el muy marica…

-Por algo le dio al pendejo ese. ¿Qué pasó?

-Estábamos hablando de la Leonela y lo jodimos por ser el único del pueblo que no se la ha comido.

-¿Leonela?

-No la conoce, patrón. Debería.

-Tráiganla. Después miramos lo de Casimiro. Lo de Libardito me preocupa, tan buen tipo que ha sido. Mucho marica. Tráiganlo también si se lo encuentran

Dos de los hombres fueron al burdel con sus tradicionales bolillos, las ruanas azules y los quepis, que los identificaban como pájaros. Incluso, los niños jugaban a escondidas a adivinar cuál tenía el pico más grande, mientras miraban atentamente las gorras militares. Cuando llegaron al bar y hablaron con el dueño, éste les impidió entrar diciendo que Leonela estaba con un cliente que había pagado muy bien sus servicios, por ponerla a trabajar en horas de descanso.

Sin importar nada, los dos pájaros, subieron al cuarto amenazando al dueño del lugar. Cuando llegaron, la sorpresa los invadió al ver a Libardito acostado con Leonela. Libardito, desesperado por buscar salida a su situación, se fue donde la prostituta y le pidió enseñarle a amar a una mujer. Ella, al ver el dinero de Libardito, accedió sin reparo a sus peticiones, pensando que el que nace marica, marica se queda.

Los pájaros se sorprendieron al ver a Libardito en esas. Reaccionaron cinco segundos más tarde, cuando tiraron al muchacho de la cama y le dijeron “¡A vestirse! los dos que nos acompañan donde el patrón”.

La mujer se puso rápidamente su vestido rojo con azul, que tanto gustaba a liberales y godos. Libardito agarró su ropa y se la puso de inmediato. Mientras salían, uno de los hombres le dijo a Leonela: “Pa’ que se acuesta con maricas, mamasita, aprovéchenos a nosotros”, comentario que se transformó en una carcajada cómplice de los tres individuos. Atrás quedó Libardito, sosteniendo su cabeza y su mano de la puerta, por la tristeza y el vacío que lo angustiaban.

Libardito se sentía víctima de sus propias decisiones y resolvió que si alguien tenía que aplicar justicia sobre sus actos sería él mismo. ¿Para qué la venganza? Se preguntó casi que respondiéndose al mismo tiempo.

Su homosexualidad y sus muertos eran unas cruces que ya no quería cargar. Libardito, quien creyó necesario en algún momento de su vida hacer justicia con sus propias manos, tomó la decisión de aplicar la misma premisa para su vida. Una extraña forma de entender la justicia, pensará el lector, pero quizás no se ha puesto lo suficiente en los zapatos de Libardito.