martes, 9 de junio de 2009

Recorriendo los caminos del pasado-Historia de Santo Domingo Savio

Un sol veraniego me persigue mientras camino por los laberínticos recorridos del interior del barrio Santo Domingo Savio. Cada vez estoy más lejos de la estación del Metrocable; de las sonrisas de los niños que disfrutan en el parque; de las miradas inmóviles, casi extasiadas, de los turistas que divisan todo el Valle de Aburrá desde ‘La Montaña’.

Sigo caminando lentamente y de la vista se me pierde la maravilla arquitectónica del Parque Biblioteca España. Ya no veo tampoco los altos muros de la Institución Educativa La Candelaria, ni la imponencia de la estación del Metrocable. Me rodean casas no tan coloridas, construidas en madera o en bareque, algunas con unas tejas endebles y otras con los ventanales descubiertos por unos vidrios que dejaron una pequeña porción de lo que fueron.

Y pensar que estos minúsculos caminos que ahora recorro fueron los cómplices pasadizos que cruzaban los ‘rambos criollos’ en medio de sus disputas. Desfiladeros compinches que llevaban a los renegados a sus escondites y desubicaban a la policía, que se tenía que declarar ignorante a la hora de cruzarlos. “Pero esas eran viejas épocas –me dirían después– ahora todo está más calmado”.

Llego a un punto en que mi camino se acaba, lo que resta ahora es trocha. A mi lado está una casa que parece salir de otra y que cuenta con unas endebles escaleras de madera que llevan a la improvisada puerta, también de madera. Frente a esta casa, sobresale una vivienda de dos pisos. Me llama la atención que el segundo piso esté al mismo nivel del suelo, mientras que el primer piso parece incrustado en la tierra, rodeado por una muralla café cubierta por alguna maleza y que cubre el camino de no más de cincuenta centímetros de ancho que lleva a una escondida puerta azul que es la entrada de la casa.

Luego de mi recorrido regreso al mirador de Santo Domingo Savio, muy cerca de la estación del Metrocable. De nuevo vuelvo a ser un turista común que no rebasa los límites de su visita; quizá por miedo; quizá porque no le interesa mucho ver más allá de lo bello.

Me acerco a una mujer de edad que está acompañada por una de sus amigas en una infructífera venta de empanadas para preguntarles por una persona que haya vivido por muchos años en el barrio; una de ellas me responde que aunque había vivido mucho tiempo en Santo Domingo, lo dejó por algunos años y ahora había regresado. A pesar de no poder ayudarme y luego de repasar en su mente, la mujer me señala una casa a pocos metros del lugar en donde estamos; me dice que pregunte por María Celmira Bustamante, “ella lleva mucho tiempo viviendo por acá”, culmina.

La experiencia rodeó la mesa

La tertulia de domingo es interrumpida cuando mi voz resuena en la pequeña sala preguntando por doña Celmira. La mujer, con cara amable, sale a mi llamado y luego de comentarle que quiero reconstruir la historia de Santo Domingo Savio a partir de las experiencias de sus más antiguos habitantes ella accede sin problemas. Los más jóvenes, antes de retirarse de la pequeña sala, me advierten que he llegado al lugar correcto y que ella desde hace años ha vivido en el barrio y se conoce todas las historias al derecho y al revés.

Me siento en una modesta silla de la sala, doña Celmira y su esposo se sientan a mi lado. Vamos a empezar la charla cuando dos hombres entran, el uno es de apariencia desaliñada y demasiado juvenil para sus años, y el otro es de un aspecto bonachón y simpático, que revela el correr de su vida con el blanco de sus cabellos. Doña Celmira los mira, me sonríe y dice “Eh! Usted si es muy de buenas ellos también llevan mucho tiempo en el barrio”. Son Alonso Montoya, hijo de uno de los fundadores del barrio y quien vive en Santo Domingo desde sus 8 años y Luis Enrique Gutiérrez, un hombre que a sus 16 años se vino de su pueblo en busca de un mejor futuro en la ciudad y empezó a vivir en un ranchito por unos días, desconociendo que pasaría allí el resto de sus días.

Ahora la sala está llena de experiencias; algunas amargas y otras graciosas, algunas imborrables y otras que se quieren olvidar; pero todas ellas, al fin de cuentas, son el fiel reflejo de…

…Los caminos de la vida

Con tan sólo cinco años esta niña no tenía ni padre ni madre y vivía a la deriva en medio de la pobreza; venía del municipio de Abejorral junto a sus hermanos mayores. Los paisajes verdes a los que estaba acostumbrada no cambiarían mucho; ahora viviría en lo alto de una montaña junto a algunos de sus tíos que la ayudaron luego de haber quedado desamparada. Era el año de 1966 y María Celmira aún no sabía que el naciente barrio que pisó cuando apenas hablaba, sería su hogar por toda su vida.

Para esa época la vida en Santo Domingo no era nada fácil. “Las casas no eran casas, sino ranchos” recuerda en medio de risas doña Celmira. Los más acaudalados de un barrio que siempre a sido de pobres eran quienes podían comprar tejas; los demás tenían que cubrir sus chozas con latas de zinc o con cualquier otra cubierta barata que evitara dormir a la intemperie.

La situación era difícil, pero María Celmira lo tenía que soportar. Era la realidad que le tocaba vivir. Ella vivía con su familia muy cerca al sector de La Esperanza, un territorio aún más arriba de Santo Domingo Savio en donde la mula era el medio de transporte por obligación. Todos los habitantes de este sector tenían que madrugar más que cualquier otro obrero para ir a trabajar.

Pero las dificultades del día a día no se limitaban a la pobreza ni a la movilidad; los servicios públicos para estos humildes habitantes parecían una ilusión que nunca subiría por aquella loma. Doña Celmira recuerda que “a nosotros nos tocaba ir a la Aldea (zona cercana) a lavar, a cargar el agua, allá nos bañábamos con pantaloneta y camiseta, porque no había agua”. Para poder llevar el agua a su hogar, Celmira y sus hermanos tenían que cargar las canecas rebosantes de agua extraída de los tanques comunitarios para poder acceder al líquido vital.

El barrio y sus alrededores poco a poco se fue poblando; cada vez llegaba más gente de diversos municipios del departamento de Antioquia a asentarse en estos territorios e invadir lo que no era de nadie.

Uno de esos días cualquiera, un joven entusiasta y aventurero venido de Santafé de Antioquia en búsqueda de progreso, con tan sólo 16 años de edad, llegaba al barrio y se convertía en uno más de sus pobladores. A los pocos días de asentarse ya trabajaba en construcción, como la mayoría de hombres del sector, y vivía como cualquier adulto todas las cargas laborales y preocupaciones económicas; ya convivía en ese ambiente en el que hay que madrugar para ir a trabajar, almorzar para seguir trabajando y dormir para amanecer descansado e ir a trabajar.

Era Luis Enrique Gutiérrez, que con su poncho y sus botas vivía cada día en medio de las dificultades: sin servicios públicos, sin facilidades de movilidad, sin dinero...

Corrían los últimos años del 60 y Luis Enrique recuerda que su ranchito estaba ubicado en el sector de La Candelaria –actualmente es el sector del barrio más próximo a la estación del Metrocable de Santo Domingo Savio– y que el sector tenía ese nombre porque para esa época, en medio de este lugar, estaba ubicada una antena radial de una emisora que llevaba por nombre La Candelaria.

Igualmente, si para Maria Celmira llovía, al joven Luis Enrique tampoco le escampaba. Él recuerda que este barrio "prácticamente se creó bajo la pobreza, casi todas las personas trabajábamos en construcción. Las personas que tuvieron la oportunidad de estudiar pudieron salir de estos espacios".

Luis Enrique también tenía que sufrir el problema de los servicios públicos. Una de las cuestiones que más recuerda era que el barrio no contaba con un sistema de alcantarillado y por lo tanto las personas tenían que fabricar una suerte de inodoros artesanales conocidos como letrinas, para poder hacer sus necesidades.

Estas letrinas que eran agujeros de por lo menos un metro de ancho por un metro de largo, con una profundidad media entre los cuatro y cinco metros, era el sistema de alcantarillado utilizado en todas las casas de Santo Domingo Savio. "La gente tenía que echarle cal si quiera una vez por mes a las letrinas para evitar el mal olor" me comenta Luis Enrique.

Las voces que clamaban la atención del Estado no eran escuchadas. Muy a la manera colombiana hasta que no pasó lo peor no se hizo nada por nadie.

La mañana del 29 de septiembre de 1974 es, sin duda, una de las fechas que más recuerdan los viejos habitantes de Santo Domingo Savio. Un alud de tierra -provocado por la verticalidad, la inestabilidad y el deterioro propio de los sistemas de letrinas- arrasó con por lo menos 15 humildes hogares y acabó con la vida de por lo menos 50 personas. Una dolorosa vida que invitó a las autoridades a quitarse la venda y mirar a lo alto de sus montañas.

(Para conocer más sobre el desastre en el barrio Santo Domingo Savio haga clic aquí).

Los incomunidados

Pero el problema de los servicios públicos fue tan sólo una de las penurias que tenían que soportar los habitantes de Santo Domingo Savio, además de las dificultades propias de terrenos ocupados improvisadamente y de forma desorganizada. Las condiciones de movilidad en el barrio eran poco menos que caóticas. Basta con recordar a los habitantes del sector La Esperanza que obligatoriamente tenían que tener una mula o un caballo para poder transportarse y poder transportar materiales y objetos a esta zona.

Para las décadas del 6o y del 70 la única comunicación que había en el barrio era la carretera al municipio de Guarne, pues en aquella época la carretera Medellín-Bogotá aun no existía. Toda esta antigua carretera era recorrida a pie por las personas que necesitaban llegar al centro de Medellín. Además, esta carretera también era uno de los principales caminos de llegada de los nuevos pobladores.

Para poder llegar al centro de Medellín, los habitantes de Santo Domingo Savio tenían que pasar al barrio San José-La Cima porque hasta allá llegaba el transporte público. Los obreros tenían que madrugar desde las tres o cuatro de la mañana para poder estar puntualmente en sus trabajos y además, tenían que tener los 45 centavos que les cobraba el bus entre semana para poder transportarse y no tener que atravesar la carretera a Guarne.

Luego, con el inicio de la pavimentación de las carreteras, poco a poco las diversas rutas de buses subían a 'La Montaña'. Con esto no sólo se pobló más el barrio y llegó gente nueva que disfrutaba con un típico ambiente antioqueño, festivo y comunitario; con esto ya se consideraba al barrio como una parte de Medellín, ya no era tan marginado, ya era incluido.

Pero, con la llegada de la violencia (o si se prefiere teóricamente de Las Violencias) al barrio, los caminos no serían suficientes para resarcir los caminos maltrechos de la desconfianza hacia todo poblador del barrio; el estigma de la comuna, el dolor de la guerra. (Haga clic aquí para ampliar la información sobre este tema).

"Ya estamos en sana paz"... pero las heridas aún no sanan

Con los años llegaron los cambios; la administración local se dio cuenta del abandono estatal en que habían caído estos barrios periféricos y la influencia que esto tuvo en el desarrollo de la violencia. Por tal motivo, la inversión social en estas zonas se convirtió en una forma por medio de la cual apaciguar los ánimos caldeados.

El Metrocable, los Parques Bibliotecas, el Centro de Salud, el Comando de la Policía y el aumento en la cobertura de la educación han sido los pilares fundamentales de este denominado proceso de 'Transformación. Luis Enrique Gutiérrez resume todo lo dicho en la siguiente frase: "El Metrocable fue una bendición de Dios porque a partir de ahí fue que la gente empezó a tomar conciencia de una vida en comunidad".

Pero no todo es color de rosa. La pobreza y la estigmatización son dos obstáculos que aún no han sido superados. Si bien, tanto Luis Enrique como Doña Celmira reconocen que las condiciones económicas de muchas personas han mejorado mucho, pues la misma infraestructura a convertido el barrio en un punto apto para el comercio, aun hay personas que tienen que levantarse a trabajar sin haber tomado siquiera un tinto.

Además, doña Celmira reconoce que la envidia de las personas fue y aun es uno de los factores más destacados dentro de la generación de conflictos entre los habitantes del barrio. Las mencionadas campañas de resolución pacífica de conflictos al parecer se limitaron demasiado en los jóvenes y dejaron de lado a los habitantes de más edad.

Igualmente, de los presupuestos participativos y la posibilidad de participar activamente en planes con la Alcaldía ellos poco saben. Nunca los han invitado a participar en charlas en las que se decida la inversión de los dineros destinados por el gobierno local y además poco les interesa pues reconocen que todavía hay violentos que les pueden hacer daño.

Oír decir en el barrio que a los paramilitares "mientras nada se les hace, ellos nada hacen" es una muestra de que las cosas aún no están tan transformadas como se cree. 'La Montaña' está tranquila, quizás tanto como lo estaba antes de que ocurriera la catástrofe del 29 de septiembre de 1974. Ahora solo cabe esperar que en la actualidad, el agua sucia y los excrementos no estén taponando las vías de acceso, pues si esto está sucediendo lo más probable es que en cualquier momento deje la misma cantidad de muertos que dejó el alud.

2 comentarios:

  1. muy interessante, gracias!
    Alexis (de Francia)

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    1. ¡Muchas gracias! Sobre todo, gracias por leer mis textos y comentarlos. :)

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